CRÍTICA CINE: COLD WAR

Cold war llega a las salas españolas aclamada por la crítica especializada y tras haber recibido galardones como el de Mejor Director para Pawel Pawlikowski en el pasado Festival de Cine de Cannes.

Este director polaco no es ajeno a halagos y premios, pues ya recibió el Óscar a Mejor Película Extranjera en 2015 por su anterior film, Ida. Ambientada en los años 60, Ida es la historia de una novicia huérfana  que, antes de convertirse en monja, emprende un viaje con su tía en  busca de sus padres desaparecidos durante la II Guerra mundial y descubre que tiene sangre judía.

 

En esta ocasión Cold war nos narra una historia de amor apasionada entre un hombre y una mujer en la Polonia de Postguerra. Según dice el propio director, la película está dedicada (y a su vez inspirada) en la propia historia de sus padres, a los que Pawlikowski describe como “una pareja que era desastrosa en muchos sentidos, pero que duró 40 años, entre separaciones, reencuentros y traiciones. Cuando murieron en 1989 supe que tenía que hacer una película, pero cambiando todos los detalles: cuando algo está tan cerca de ti, no lo ves. Les he reinventado, pero la sombra de mis padres está ahí, y por eso les he dedicado la película”.

La historia arranca en 1949 y abarca casi dos décadas, extendiéndose por lugares como Polonia, Berlín, París o Yugoslavia, cruzando fronteras que no sólo son geográficas, sino políticas, musicales y en última instancia existenciales. Ella, Zula, una joven cantante polaca (Joanna Kulig); él, Viktor, un pianista y compositor de mediana edad (Tomasz Kot). Sus destinos se cruzan en una academia de música en la Polonia rural de Stalin. A Viktor y su compañera Irena (Agata Kulesza), les encargan el noble cometido de crear una compañía de música y danza folclórica que ensalce la grandeza de la madre patria, aunque pronto se verán obligados a dar paso a canciones sobre la reforma agraria, el proletariado y la glorificación del camarada Stalin. La belleza indómita, el indudable talento y el espíritu inconformista y desafiante de la joven “campesina” conmueve el corazón de Viktor que cae perdidamente enamorado de ella. Como fascinante es este hombre para la joven; atractivo, culto, destilando seguridad y masculinidad a partes iguales, introduce a Zula en un mundo de contrastes en blanco y negro frente a los grises y marrones de la vida tras el telón de acero comunista, un mundo cargado de sensualidad, de música, en que ser libre e independiente tal vez sea posible.

 

A pesar de la época que les ha tocado vivir, con la presión del régimen comunista que no da concesiones al sentimentalismo, estos dos seres apasionados, determinados e independientes, encuentran la manera de dar rienda suelta a su amor y disfrutar de una aparente calma durante los dos años que dura la formación de la compañía. Pero según la presión del partido comunista aumenta sobre los contenidos del repertorio de la compañía, también comienzan a surgir nubarrones en el hasta ese momento despejado horizonte de su relación. Clave, es la escena llena de luz de los dos amantes tumbados sobre la hierba alta, pues marca el momento de transición entre un amor casi juvenil y despreocupado y otro más adulto, atenazado por el miedo y la angustia. Es aquí cuando Zula le revela a Viktor que Kaczmarek (Borys Szyc), el corrupto director de la compañía de danza y folclore popular, le ha pedido que le espíe.

Viktor está decidido a escapar con Zula del yugo comunista, y aprovecha el viaje de la compañía a Berlín para planear su fuga (entonces aún no existía el muro de Berlín y era relativamente fácil pasar del Berlín Oriental al Occidental).

Pero Zula, tal vez por miedo y porque es una mujer práctica de origen humilde y con un acusado sentido de supervivencia, finalmente no acude a la cita a la hora fijada para la fuga y Viktor tiene que emprender su huida solo. De ahí marcha a París y comienza una vida de intérprete  y compositor de jazz introduciéndose en los círculos artísticos de la ciudad.

 

Pero la historia de amor de estos dos personajes no ha escrito sus últimas líneas, en realidad no ha hecho más que empezar. A partir de aquí comenzará una aventura elíptica de encuentros y desencuentros, tumultuosa, apasionada y trágica. Es esta una relación condenada desde su inicio y que respira fatalismo y desesperación tanto como rebosa un amor a veces taimado y sereno, pero otras veces enloquecido y absurdo en el que no importa el mañana, ni el éxito, ni la seguridad de tu familia ni tu propia integridad personal.

Pawlikowski no cae en los consabidos tópicos de la huida a Occidente para conquistar la libertad y la felicidad plenas. Los obstáculos tanto internos como externos a los que se enfrentan cambian su naturaleza. Pero el peor cambio es el que experimentan los personajes. La mutación en el caso de Viktor le transforma en un ser mediocre, representante de la decadencia de valores de occidente, mientras que para ella lo difícil es adaptarse y no perder los estribos. “Aunque ya no hay presión del régimen, ellos siguen traicionándose a sí mismos”, comenta el cineasta.

Se reencontrarán en París, se separarán, volverán a verse en Yugoslavia, donde Kaczmarek  (que tiene intenciones con Zula) se encargarán de que lo deporten y lo devuelvan a París. Conocerán otras parejas, ella se casará, dice que para escapar de Polonia y así poder volver con él.

Cuando se reencuentran de nuevo en París, ya sin la presión y el miedo del régimen estalinista, parece que esta vez sí, que los amantes van a conseguir por fin estar juntos y que todo va a salir bien, él compone, ella interpreta, incluso Zula consigue grabar su propio disco… y podría haber funcionado, pero Zula se encuentra con un Viktor que no es el hombre del que se enamoró, se ha transformado en un hombre mundano y convencional, que busca ser aceptado por los círculos artístico de París, que ha vendido su alma al diablo, encarnado por una música comercial y sin sentimiento, muy alejada de los cánticos, que ensalzan el espíritu, de su Polonia natal.

 

El ni contigo ni sin ti va cobrando fuerza. Son dos seres contrapuestos que contra toda lógica se complementan pero que no encuentran el escenario adecuado para que su amor desarrolle raíces. Ni en la opresiva Polonia de postguerra ni en la Francia liberal encuentra esta pareja donde formar su nido. Su visión fatalista del amor humano y su sentido trágico de la vida les llevará a perder la esperanza y alcanzar un desenlace que ellos ven como el único posible.

Pawlikowski “abusa” del uso de la elipsis no dejándonos conocer toda la historia, en realidad ni vemos ni conocemos lo suficiente como para entenderla del todo, pero ahí está lo fascinante de esta magnífica película de apenas 85 minutos de duración en la que no sobra ni falta nada. Dota al espectador del poder de rellenar esos espacios y sacar sus propias conclusiones, así como ponderar las circunstancias que impiden a los dos amantes evitar su trágico fin.

 

La elección de Joanna Kulig para el papel de Zula era algo obvio para Pawlikowski . El director la había descubierto diez años atrás y desde que se puso a escribir el guión tenía claro que debía ser ella la que protagonizara Cold War: por “su energía especial, su encanto natural y su rostro atemporal”, rasgo que comparte con Tomasz Kot.

Los dos derrochan el carisma y magnetismo propios del cine clásico, versionando la mejor Lauren Bacall y el atractivo masculino de un Gregory Peck. Pero la intrepretación de Kulig es extraordinaria e hipnótica, dota de tal intensidad al personaje que no es difícil entender porqué Viktor cae rendido ante ella.

Hay un tercer personaje que es la música. En este viaje de 15 años que emprende esta pareja de músicos, la música que les va a  acompañar cambia tanto como su estado de ánimo. Cuanto más ruidosa y alegre es la música, más alta es la barrera que separa a Viktor y Zula. La música está presente en los cantos populares que el grupo folclórico interpreta con el telón de fondo de la imagen de Stalin mientras la trama se desarrolla en Polonia, como representación del poder político de manipular al pueblo a través de la música. Inunda también las imágenes de acordes de jazz en el periodo que transcurre en París y se baila al ritmo de rock and roll para mostrar la decadencia de la cultura occidental.

 

Pawlikowski sabe que esta historia apasionada y tormentosa, entre un hombre y una mujer cuyo amor bordea el precipicio de la tragedia desde su propio inicio, ya se ha contado antes en el cine.

Y como la forma de concebir el amor hoy es diferente, por eso la rueda en blanco y negro (maravillosa la fotografía de Lukasz Zal), y con un formato académico 4×3, para desnudarla de cualquier accesorio que nos distraiga de lo esencial, de lo básico. Porque una historia así no cuadra en el mundo contemporáneo, sobresaturado de imágenes y colores, donde si nos va mal en pareja, nos queda el consuelo anónimo de las redes sociales y los “falsos amigos”, donde los sentimientos y las voluntades son mutables y desgraciadamente demasiado superficiales como para ni siquiera imaginar posible que un amor combustible y épico como el de Zula y Viktor pueda existir. Un amor de otra época, que no encuentra en la suya una tierra que como una madre amorosa y comprensiva le dé el sustrato para crecer sano y fuerte; pero que de haber sucedido en el presente, tampoco hubiera fructificado. Es una historia de amor que no encuentra cabida en nuestros tiempos porque anhela la eternidad, y es por ello que los personajes toman decisiones tan extremas como única vía de romper las cadenas que les separan de alcanzarla.

 

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Condesa de Bobadilla
Condesa de Bobadilla

Celia Fernández de Landa Lastra, Condesa de Bobadilla, es licenciada en Farmacia, graduada en Nutrición y Dietética y diplomada en Óptica y Optometría. Por su formación académica y profesión es una experta en salud, belleza y gastronomía. Amante del arte y el cine, considera la moda como otra forma de expresión artística. Dirige la sección de Modus Viviendi y colabora con artículos en las de Arte y Cultura y Agenda Cultural.

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