Desmontando mitos: ¿Cómo es en realidad una persona elegante?

 

Texto: Ignacio de Loyola Crespí de Valldaura y de Gonzalo. La mayoría de las personas tiene un concepto equivocado de lo que significa ser elegante, una visión distorsionada alimentada por los falsos estereotipos, por culpa de aquellos cursilones altivos y desdeñosos que hacen ímprobos esfuerzos por aparentar algo que no son, ofreciendo una imagen deformada de lo que es la elegancia en superficie y en esencia, en cuerpo y alma, en fondo y forma.

Una persona elegante no es un cursi displicente con andares de divo y acostumbrado a hacer desplantes a los que le rodean, sino diametralmente lo contrario. Se caracteriza por ser alguien que combina exquisitez en las formas con campechanía, que habla con propiedad y a su vez, es capaz de soltar alguna palabrota, que aúna clasicismo y sencillez, que es mitad rey, mitad campesino, algo así como un caballero medieval que viste una preciosa armadura desgastada por las batallas y manchada de polvo.                                                                                         

Una persona elegante no viste trajes ceñidos, ni se obsesiona con que éstos guarden una perfecta simetría con su cuerpo apolíneo y Danone, sino que destaca por su buen gusto llevado con cierta naturalidad, lo que le lleva a ser ligeramente descuidado para que no parezca que su distinción es impostada o forzada. Los chinos le suelen quedar un poco grandes, su Barbour seguramente esté algo deshilachado y tenga más años que Matusalén, no es extraño que te encuentres algún chinote en su jersey de Cortefiel, ni que lleve los mocasines con borlas moderadamente sucios, y muchos días, no saldrá a la calle con la barba meticulosamente arreglada.

Una persona elegante no es un cursi altanero que habla con lenguaje barroco y el torso estirado, sino alguien que mezcla barroquismos, coloquialismos que no lleguen a ser paletos y palabrotas. En otras palabras, puede utilizar en la primera frase expresiones grandilocuentes como “paciencia incombustible”, en la siguiente decir “vaya jeta tiene este tío” y culminar con un improperio del estilo de “menudo gilipollas” o “estoy hasta los cojones”. Lo que nunca le oirás brotar su de su laringe un “jolín”. Proferir un retumbante “joder” goza de mayor elegancia.

Una persona elegante es capaz de almorzar con un obrero de la construcción y cenar, en el mismo día, con un sobrino del Rey. Y cuando se despide de un trabajo en el que la mayoría son licenciados universitarios, también, le da besos a la señora de la limpieza y un abrazo al señor del gotelé.

Una persona elegante suele tener un coche modesto, tirando a cutre y desfasado, y si le ves con uno de lujo, seguramente sea un modelo retro y distinguido de finales del siglo XIX o de principios del XX.

Una persona elegante prefiere ir a un restaurante tradicional, castizo y “demodé” que a uno de moda. Si le ves en el más “cool”, “trendy” y esnob de la región, seguramente vaya por compromiso o por la celebración de un compromiso, pero no es, ni por asomo, su plan favorito, ni su pan de cada día.

Una persona elegante, en España, suele ser católico practicante y bastante devoto, pero sin caer en puritanismos pueblerinos, ni en misticismos supersticiosos. Lleva su fe con entrega y rectitud, pero con naturalidad. No se deja arrastrar por fanatismos apocalípticos, ni vive un cristianismo “happy flower”, mojigato y ñoño de guitarrita y pandereta. Intenta vivir en Gracia de Dios, conoce los mínimos exigibles del Catecismo y no entona discursos perfeccionistas. Puede ir a Misa varias veces en semana, o incluso a diario, pero le verás llegando tarde a todas menos a la del domingo. Es posible que rece el Santo Rosario con franca asiduidad, pero seguramente se salte las Letanías. Los fines de semana es altamente probable que no haga maitines y se levante a la hora que le pida el cuerpo. En el terreno profesional y académico, se exigirá a sí mismo la responsabilidad, pero no una angustiosa excelencia que le absorba el tiempo y le quite la respiración. Y si ve a alguien pecar de pureza o alcoholismo, no le apuntará con el dedo acusador, sino que se compadecerá de él o hasta le reirá la coña por momentos (o se unirá a él y se confesará a posteriori). Si anda, durante una temporada, un poco más golfete y despistado, no es descartable que tenga un hijo antes del matrimonio, dado que jamás se plantearía acogerse al abominable crimen del aborto.

En resumidas cuentas, una persona elegante no es un patricio romano con un retén de esclavos a su merced, no es un lord inglés pomposo, afeminado, obsesionado con el dinero y con apego a las colonias, no es un negrero con un séquito de siervos cubriéndole del sol con un paraguas, no es una señora dieciochesca que abusa de la laca ni un delgaducho empingorotado, engreído y con andares de adonis, no es aquel que uniforma con guante blanco a sus criados para que te sirvan bandejas y bandejas de Ferrero Rocher, sino alguien como Don Juan Carlos de Borbón o Bertín Osborne, que lleva su refinamiento y distinción con naturalidad, humildad y campechanía.

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Ignacio de Loyola Bou Crespí de Valldaura y de Gonzalo
Ignacio de Loyola Bou Crespí de Valldaura y de Gonzalo

Subdirector de Numen Revista de Excelencia

Escritor por vocación y amor a las causas nobles. Mi licenciatura en Derecho no me ha impedido dedicarme profesionalmente al periodismo durante una temporada de mi vida, oficio que desempeñé en Intereconomía, casa en la que blandí la pluma, con más fuerza que la espada, cerca de 4 años. En el presente, no vivo solamente de escribir, sino de otros menesteres, al igual que Cervantes, pero es una afición que sigo cultivando como colaborador en diversos medios de comunicación y a través de mi blog, El Despacho de Don Pepone, el cual goza ya de más de 1 millón de visitas.

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