
La belleza no se define, se reconoce. Es una cualidad que se caracteriza por su relatividad, no en vano se dice que «la belleza está en el ojo del observador».
De igual manera, se llama canon de belleza al conjunto de aquellas características, observadas en una persona u objeto, que hacen que una sociedad convencionalmente lo considere como bonito, atractivo o deseable.
Los cánones de belleza han variado mucho a lo largo de la Historia. Las supuestas “medidas perfectas” de la mujer van cambiando en cada periodo histórico adaptándose a diferentes criterios, no sólo de belleza sino también de salud, a las efímeras modas de cada época y a las diferentes creencias que asocian el cuerpo con mayor fertilidad, bondad, femineidad, sensualidad, etc.




Igualmente, el canon de belleza no es un criterio universal. Cada individuo, grupo social, raza, posee un modo particular y diferente de percibir la belleza. Cada ideal de belleza responde a diferentes formas de ver la vida condicionadas por aspectos culturales, económicos y sociales.



Comenzando en la prehistoria, en que no existía un culto a la estética femenina como lo hay hoy, el hombre enfocaba su atención en atributos como la supervivencia y la capacidad de la mujer de crear vida. Basándonos en las numerosas venus de los yacimientos prehistóricos, las mujeres ideales tenían grandes pechos y anchas caderas, pues este tipo de cuerpo se asociaba con la maternidad y una mayor fertilidad. Los grandes pechos suponían que podría amamantar mejor a sus crías, y las anchas caderas auguraban un mejor parto.


Cabe mencionar que en los hallazgos encontrados en el Paleolítico se percibe poco interés en la cuestión del adorno, vestimenta o peinado, sin embargo se han encontrado piezas que demuestran los inicios de una inclinación primitiva por decorar el cuerpo. Hasta nuestros días ha llegado la diosa de Brassempouy (hacia 22.000 a. C.), una de las más antiguas representaciones detalladas del cuerpo humano, consistente en una pequeña cabeza femenina hecha en marfil de mamut con cabello largo y lacio y tocado en forma de red. Dicha representación además tiene ojos y cejas. Otro ejemplo es la Venus de Kostenki (23-21.000 a.C.), perteneciente al Paleolítico Superior, que representa una mujer que, igual que las anteriores, tiene vientre, pechos y trasero prominente, con la particularidad de portar un collar de cuentas y dos brazaletes en los codos.


En el Antiguo Egipto las mujeres más esbeltas, de cintura alta, caderas anchas, pechos pequeños y cara simétrica eran las consideradas como más bellas. El cuerpo humano debía estar armónicamente proporcionado, utilizaban el puño como unidad de medida, así codificaron la estatura perfecta de las personas en 18 puños: 2 para el rostro, 10 desde los hombros hasta las rodillas y los 6 restantes para las piernas y los pies. En consecuencia, una mujer era “bella” si medía 18 veces su propio puño y estaba debidamente proporcionada como establecía el canon. A partir del siglo VII a.C. dicho canon de belleza pasa de 18 a 21 puños, lo que estilizaba la figura.
La higiene corporal era un sinónimo de belleza. Se duchaban varias veces al día, lo que llevaba consigo un ritual de belleza antes, durante y después del baño. Utilizaban exfoliantes a base de polvo de alabastro, sal y miel, se daban baños de leche con aceites y ungüentos elaborados a partir de grasas de cocodrilos, hipopótamos, gatos o vegetales, que dejaban la piel tersa y suave.
Cuidaban su higiene dental mediante enjuagues de nitrita o natrón disueltos en agua. Para la halitosis tomaban pastillas de kifi (realizadas con incienso, mirra, especias, bayas y miel).
No solo trataban de conseguir la belleza corporal mediante los cuidados del cuerpo, sino que utilizaban diferentes métodos para decorarlo. En este pueblo podemos encontrar los primeros indicios del maquillaje, sobre todo en los ojos que perfilaban de negro. Hay que recordar que la belleza en el Egipto del tercer milenio a.C. era un atributo de la clase sacerdotal. Cada acto vinculado con el embellecimiento tenía un sentido simbólico y una función médica. El kohl (polvo de galena molida) con el que los egipcios se pintaban los ojos prevenía las oftalmías del desierto, además de estar vinculado con el ojo de Horus, el halcón sagrado. También lo usaban para oscurecer sus cejas y pestañas. Hasta la dinastía IV, también se pintaban los párpados con una sombra verde, denominada udju, que se obtenía de la malaquita molida. Los labios y mejillas se coloreaban con óxido de hierro humedecido, lo que aportaba un tono rojizo a los labios y realzaba los pómulos.
Desde la dinastía XII, tanto las mujeres como los hombres se hacían la manicura y pedicura, incluso utilizaban barniz o laca blanca para decorar las uñas.
Se cuidaban especialmente el cabello, lavándolo a menudo, perfumándolo con aceites extraídos de dátiles del desierto, se teñían las canas con henna y se aplicaban mascarillas para mantener el cabello suave y brillante. El uso de pelucas estaba muy extendido, considerándose un signo de distinción, pero al mismo tiempo, protegía al portador de los fuertes rayos solares. A veces incluso se rapaban completamente para que les resultase más cómodo los continuos cambios de peluca.
Las mujeres del Antiguo Egipto se depilaban totalmente, a veces incluso también la cabeza, ya empleaban desodorantes y solían ensalzar su belleza mediante joyas y bisutería.
Las egipcias también ponían gran cuidado a la hora de vestir. Al principio de la dinastía IV la mujeres vestían vestidos de tirantes anchos largos hasta los tobillos pero con el paso del tiempo estas prendas van permitiendo que la anatomía femenina se marque más incluso en algunas ocasiones se muestren ciertas partes del cuerpo.




El ideal de belleza en la Grecia clásica no radicaba ni en los cuidados del cuerpo ni en el adorno artificial de éste, sino en la armonía del todo desde cada una de sus partes. Con Pitágoras, se empezó a relacionar la belleza con las matemáticas. Aparece el número PHI, llamado así en honor al escultor griego Fidias, y es el número sobre el que se basa la proporción áurea. Parece que este número (1,618…) se haya presente en todo lo armónico, tanto en la naturaleza como en las distintas obras de arte creadas por el hombre. Para los griegos, la percepción de la belleza residía en la perfección de las proporciones, de forma que aquello que matemáticamente más se aproximaba a phi se percibía como más bello y perfecto. Este canon de belleza establece que un cuerpo es considerado como bello cuando todas sus partes están proporcionadas a la figura entera, en concreto, el cuerpo humano para ser perfecto debe medir siete veces la cabeza (Policleto S.V a.C.). En el siglo IV pasa de siete a ocho cabezas.
Los griegos contemplaban el mundo y a sus seres como una obra de arte, lo que se demuestra sobre todo a través de la escultura, la cual sufre diferentes evoluciones a través de los tres periodos artísticos griegos (Arcaico, Clásico y Helenístico). Las esculturas de las mujeres, aunque proporcionadas, representan a mujeres más bien robustas y sin sensualidad, con ojos grandes, nariz afilada, boca y orejas ni grandes ni pequeñas, las mejillas y el mentón ovalados, pues daban un perfil triangular; el cabello ondulado detrás de la cabeza, y los senos pequeños y torneados.
Las mujeres libres se maquillaban, con los ojos sombreados en azul o negro, carmín en las mejillas, y labios y uñas en un mismo tono. La piel de la cara debía ser clara. Llevaban largas cabelleras, a diferencia de las esclavas cuyo pelo era corto. Los peinados eran muy elaborados, los griegos adoraban el movimiento expresado en múltiples ondas y rizos. También daban mucha importancia a su higiene personal y se perfumaban con aroma de rosas, jazmines o tomillo.




El canon de belleza griego será adquirido del mismo modo en el Imperio Romano durante cuatro siglos aproximadamente. Esto se ha sabido a través de la estatuaria Romana que guarda las mismas características que encontrábamos en la griega. Sin embargo, las sucesivas conquistas del Imperio Romano recogieron influencias dispares de los pueblos dominados.
El ideal de belleza más importante era tener la piel blanca con un ligero tono sonrosado en las mejillas, signo de buena salud. Ojos grandes almendrados con largas pestañas y cejas unidas sobre la nariz, boca y orejas de tamaño mediano, nariz afilada, mejillas y barbilla ovaladas y los dientes regulares.
Respecto al cuerpo, se apreciaba que las mujeres fueran de constitución pequeña, delgadas pero robustas, con hombros estrechos, caderas pronunciadas, muslos anchos y pechos pequeños.
La mujer romana dedicaba un especial cuidado a su higiene personal y a su estética. Se daban baños en leche de burra, se aplicaban mascarillas y exfoliantes con carbonato cálcico, aceite de oliva o piedra pómez.
Como a otros pueblos antiguos, a los romanos les gustaba la piel blanca libre de imperfecciones, sin embargo la mujer romana no solía tener una tez clara, y es por ello que, para conseguirlo, se maquillaban para blanquear su piel con polvo de tiza, marga blanca, estiércol de cocodrilo y blanco de plomo. Para acentuar su mirada usaban sombra de ojos verde o azul, obtenidas a partir de la malaquita o la azurita respectivamente. Para lucir unas cejas gruesas tan próximas que formasen una única ceja, las mujeres oscurecían sus cejas con antimonio u hollín. Para los ojos usaban kohl, que se realizaba con azafrán, ceniza, hollín o antimonio, y se aplicaba con un bastoncillo redondo de marfil, vidrio, hueso o madera. Utilizaban colorete para dar color a las mejillas y aportar un aspecto saludable al rostro, éste se obtenía de los pétalos de la amapola, el ficus, la tiza roja, o en su variedad más económica, del jugo de mora o de los posos de vino. Aun así, el exceso de maquillaje estaba mal visto, pues era considerado propio de prostitutas.
El uso de perfume era imprescindible para las romanas, independientemente de su clase social. Se solían aplicar aceites perfumados (cedro, mirra, pino, lirio, azafrán, membrillo, jara, violeta o rosas).
Los dientes blancos eran muy apreciados. Para lavárselos usaban polvo de piedra pómez o vinagre. Si carecían de dientes podían usarlos falsos hechos de marfil, dientes humanos o animales, cosidos con oro.
Para realzar su belleza, además de la higiene personal y los cosméticos, daban mucha importancia a la vestimenta, la joyería, los peinados y tocados. Las mujeres romanas solían llevar el cabello largo sujetado con cintas y trenzas. El estilo del peinado dependía de la época del año y de la clase social o de si la mujer estaba casada o soltera. Así, las mujeres jóvenes solteras se peinaban de forma sencilla, recogiendo el cabello en un moño sobre la nuca con trenzas o se hacían una cola de caballo, mientras que las casadas llevaban un peinado característico, las sex crines o seis trenzas, que fue variando hacia peinados más complicados, pero siempre recogidos, para diferenciarse de las prostitutas, que llevaban el pelo suelto. El color más apreciado era el caoba o pelirrojo. Pero tras la llegada a Roma de esclavos galos, el pelo rubio comenzó a hacerse muy popular. Para poder tener ese color comenzaron a teñirse el cabello con vinagre y azafrán, rociándolo con polvo de oro. También se aplicaban excrementos de paloma, grasa de cabra y jabón cáustico. Si no tenían suficiente pelo, usaban pelucas hechas con el pelo de esclavos alemanes. Existían esclavos que se dedicaban en exclusiva a eliminar el vello corporal. Para ello empleaban una crema denominada philotrum o dropax, similar a las actuales cremas depilatorias, unas pinzas denominadas volsella y una especie de cera realizada a base de resina o brea.
Prueba de la importancia que los romanos daban a la higiene, es que se construyeron en la época romana numerosos baños públicos, sencillos los de los plebeyos y como pequeñas ciudades los de los patricios. Las termas de Caracalla podían albergar simultáneamente hasta 1.600 bañistas y las de Diocleciano hasta 3.000.




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