
Texto: Ignacio de Loyola Bou Crespí de Valldaura y de Gonzalo. Muchos padres suspiran por ver a sus hijos copear en lugares decentes, languidecen e incluso agonizan al intuir las inmundas bacanales a las que acuden, permanecen anegados en un océano de llantos con sólo imaginarse los indecorosos jolgorios, jácaras, bullangas, rebullicios y algarabías a las que suelen asistir.
Sin embargo, existe un Cielo en la Tierra en lo que a materia festiva se refiere, un edénico jardín en el que las manzanas no son tentación, una arcadia feliz en la que reina la compostura y la buena educación, donde la juventud se enfunda en chaquetas y no ve sogas en los nudos de sus corbatas, un paraíso en el que en el que los convidados no se pillan pedos, sino que se agarran melopeas después de haber estado durante un rato piripis… Esta onírica, pero real, Ínsula de Barataria es el hogar de la familia Bahamonde, una estirpe que va encaminada a convertirse en la primera dinastía ejemplar en los guateques nocturnos. Una ensoñación imposible, una utopía hecha realidad.
Estas fiestas aureoladas de gracia y majestad suelen estar ambientadas en palaciegos rincones dieciochescos, pero en los que triunfa el decoro sobre la depravación de las pelucas empolvadas.
Las cenas que sirven son pantagruélicas, están exornadas de copiosas viandas y manjares del Olimpo, ideal para los sanchopanzudos estómagos agradecidos, pero, también, una irresistible tentación para los cuerpos más frágiles, gráciles, esmirriados y enclenques, que se ven irrefrenablemente abocados a ensanchar su fisonomía. Tan excelsos y exquisitos son sus piscolabis que han logrado recientemente convertir el banquete de un viernes de Cuaresma en algo sublime, sin ofrecer ni un ápice de carne, lo cual es de un mérito sin par y de una maña sin parangón. Se hace esclarecedoramente visible la impronta gallega.
En esta reserva de tradición y reducto de las buenas costumbres, también, se faculta un hueco a las nuevas tecnologías, para que los pinchadiscos más duchos y avezados empujen a los parroquianos a mover el esqueleto. Antes de alcanzar las horas más intempestivas e indecentes de la noche, la música tecnopop es apagada, pero siempre hay un invitado insurrecto que se aferra al piano para clausurar la fiesta como si estuviese en el Toni 2.
Los padres de los anfitriones se involucran con tanto celo, cariño y esmero en el bienestar de sus convidados que alguno de estos últimos se permite la simpática insolencia de invitarles a una copa en su propia casa.
Sin más dilación, agoto mi cuota de protagonismo como invitado asiduo de estos magnos jolgorios y procedo a devolver la pluma a su tintero. Nos vemos en la próxima. Hasta el mes que viene.
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